Cuando somos niños soñamos con cosas pequeñas, sencillas. Un helado de fresa. Una muñeca que llora y hace pis. Esa bicicleta que tiene el vecino de al lado…
Cuando nos hacemos mayores, nuestros sueños cambian con nosotros. Se vuelven complejos, como nosotros. De repente, la muñeca de trapo se convierte en un vestido nuevo con el que brillar en una fiesta. Pero tarde o temprano, los sueños se rompen en pedazos cuando se topan de frente con la realidad. Porque la realidad, a menudo, es radicalmente distinta a como uno cree que es. Las personas no siempre son lo que aparentan ser, ni las relaciones, ni mucho menos los sueños. Esa realidad es la que se encarga de poner a cada uno en su sitio. Lo que uno cree que es negro, puede ser blanco, y lo que uno cree que es blanco, probablemente sea de todos los colores del arcoíris. Uno sabe como empiezan las cosas, pero nunca saben cómo van a terminar. Todas las cosas tienen un final, aunque duela, aunque no estemos preparados, sabemos que todo, antes o después, se acaba. Pero si miro hacia atrás, sólo puedo decir que mi vida ha merecido la pena. O eso creo.
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